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De espaldas.



El amanecer era un mal chiste. Cada rayo de luz le recordaba lo que le faltaba. No le hallaba sentido a levantarse nuevamente, a tener que repetir las mismas actividades que el día de ayer: quitar las cobijas que lo cubrían, salir de la cama, tenderla, alistar la ropa, bañarse, desayunar, salir, caminar al paradero, subir al transporte público, nuevamente caminar a la oficina, fingir que estaba presente, decir algo inteligente que denotara que él existía, sonreír al primer chiste de la mañana o hacer un chiste que a todos callera en gracia, almorzar, ver pasar las horas una tras otra, de nuevo caminar al transporte público, volver a hacerlo del paradero a la casa, llegar y sonreír de nuevo, ser amable con su familia, rezar porque no vieran su tristeza e hicieran el favor de ignorar su melancolía, esperar que ninguno quisiera hacer la caridad de salvarlo.


En todo ello pensaba solo al abrir los ojos, y lo hacía lentamente, ocultándose de todos, para que no vieran que se había rendido. Ya no le interesaba la vida, pero sabía que tenía que vivirla. No creía que hubiera una oportunidad para él o que detrás de alguna esquina se escondiera una bendición que lo hiciera feliz.


Todo el día pensaba en lo incapaz que era, en la brutalidad que escondía su mente, la cual nadie había notado en demasía, al menos eso creía. La torpeza de sus acciones, sus malas decisiones. Su incapacidad comprobada para saber esperar algo que todos sabían que vendría, y que él, en su clásica ceguera, no había sido capaz de ver. Todo era culpa de él, que no disfrutara de la vida, que no viera lo hermosa que era, que fuera ciego a todos las bendiciones. Estaba ciego, según todos, y lo que requería era pastillas para soñar.


De su alma no salían sonrisas, solo quejas y recriminaciones; las primeras para el universo las segundas para él mismo. No sabía cómo salir de ese ciclo de tristeza. No sabía si quería hacerlo. Lo único que sabía es que todo era culpa de él, o como ahora le llamaban: responsabilidad. Todo era su responsabilidad.


No sabía cómo se había hecho merecedor de esta responsabilidad. Como esa densa carga que integraba cada uno de los momentos aleatorios y no aleatorios de su vida, le habían sido entregados en sus manos. Todo lo que había salido mal era porque él lo había determinado así, de manera consciente, inconsciente o espiritual. Si algo había salido bien era bendición de Dios.


Él era el responsable de no ver el sentido, de no encontrar el gozo; eso lo hacía una persona enferma, un depresivo más, un anormal. Rodeado de un entorno lleno de sentido porque había un Dios, se sentía sofocado, lo ahogaba el aire de la esperanza continua de un futuro mejor.


Nunca había creído en que iban a llegar mejores cosas para él. Lo soñaba, pero siempre tenía el presentimiento que lo peor llegaría. Mientras los otros avanzaban él estaba a merced de un destino inclemente, dispuesto a hacer de su vida algo peor. Estaba resignado a que cada cosa que emprendiera iba a salir mal; ya sea porque su destino así lo estipuló, porque no era merecedor de la bendición de Dios, porque no había sabido esperar, o porque su mal carácter determinaría el triste final. No había nada porque luchar, las cosas no iban a salir bien.


A veces se levantaba con una cierta luz en su alma, que lo llevaba a creer en un milagro, que algo bueno se le iba a atravesar. Que de la nada iba a salir la luz, entonces hacía todas las cosas del día mirando de soslayo, esperando que algo maravilloso los tomara de imprevisto. Muchas veces duraba largas temporadas en esta actitud, pero nunca pasaba nada…todo iba de mal en peor.


Así pasaron los años. Se quedo solo. Nadie quería oír de nuevo sus sentencias ni sus dolores. Situación que confirmó sus sospechas sobre su destino trágico. Murió en la playa, en la banca donde se había sentado cada domingo a leer el periódico, de espaldas a donde las familias compartían su dicha. Mascullando las últimas noticias, que confirmaban su predicción de siempre: todo va a salir mal.


*Fuente foto: Diego Cifuentes




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